La fe desde el agnosticismo y la historia-Joaquín Fernández de Aguilar

Llevamos siglos viviendo en sucesivas épocas de descreencia y la historia, para la inmensa mayoría de la sociedad, es un progreso lineal desde que el triunfo de la Ilustración significó, unánimemente, el triunfo de la racionalidad frente a la “oscuridad” de tiempos precedentes en los que la fe en un Dios regía el orden del mundo. Esa misma razón ilustrada que fue tanto favorecedora de un progreso científico y médico, como origen de una de las épocas de mayor crueldad humana en los totalitarismos del siglo XX. Quizá porque, al auge de la técnica,  le siguió un creciente desprecio por todo lo humano y un continuo cuestionamiento de la dignidad de la persona.

Sin embargo, no dejamos de depositar una creencia en nuestros actos más valiosos. Así, por ejemplo, cuando confiamos un secreto a un amigo estamos creyendo en que él nos lo guardará y, está en la sociabilidad de nuestra especie, la creencia de que el otro, aún desconocido, no proyecta un escepticismo sobre nosotros, sino que, si sufrimos una caída en la calle, creemos que serán muchos quienes acudirán a nuestra ayuda o, si andamos perdidos, la mayoría se prestaría a guiarnos hacia el destino indicado. Pero ¿se puede creer en la existencia de un espíritu? ¿En un Dios?  ¿Gozan de una menor inteligencia quienes en ellos creen? Si la respuesta a la última pregunta es afirmativa debemos, entonces, atribuir una severa ignorancia a la gran mayoría de los filósofos griegos, quienes hablaban del espíritu, esa physis con la que Platón puso nombre a la filosofía y que era el comienzo y la fuente para dotar a las vidas humanas de sentido. Así las cosas, por mucho que se pretenda reducir al ser humano a una especie que solo nace, come, se reproduce y muere, lo cierto es el espíritu permite dotar de un fin a nuestra biografía. Para los griegos, la creencia en los dioses permitía acceder a la sabiduría necesaria para ostentar la virtud de la bondad, que era sinónimo de conocer el bien y elegir actuar conforme a él. Quizá y solo quizá, la creencia en un Dios haya servido para que hoy cultivemos virtudes como el perdón, la caridad y el amor al otro que han cimentado y vertebrado sociedades y vidas logradas. Virtudes que hoy escasean, precisamente, por ser contrarias a esa idea moderna del hombre nuevo que, como diría Chesterton, descreído de un Dios, es capaz de creérselo todo. Ese mismo hombre al que no le ruboriza la intención de jugar a ser un Dios pues, desconocedor del pecado de la soberbia, vierte sobre los demás la suya propia.


De un agnóstico que cree que el gran progreso técnico y material de nuestra época es proporcional a un retroceso ético que ha tenido como consecuencia un individualismo exacerbado de vidas sin un horizonte moral al que agarrarse. Vidas, en fin, que en busca de colmar satisfacciones propias, ignoran persistentemente los males ajenos.


Joaquín Fernández de Aguilar

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