Una lectura política de la pandemia
Las
grandes crisis, sean económicas, sanitarias o bélicas, traen cambios que
afectan, paulatinamente, al devenir de los hábitos y conductas sociales de los
ciudadanos así como a la convivencia de las ciudades. Sin duda, la pandemia del
virus Covid-19 no ha sido una excepción: mientras las muertes se reducían a
números y se pretendía disimular una desgracia mediante cánticos festivos
en terrazas y ventanas al caer la tarde, se utilizó la pandemia como un
perfecto pretexto para que los gobiernos se arrogasen potestades que, como
posteriormente declaró el Tribunal Constitucional, sobrepasaron los límites del
poder que la ley impone al gobernante.
Tras la confusión de institutos jurídicos idóneos para la situación pandémica y
la ausencia de control parlamentario para la rendición de cuentas del
presidente ante la situación excepcional instaurada, la fragilidad de unos
derechos y libertades limitados de ejercibilidad para los ciudadanos fue la
primera advertencia del cambio que estaba por llegar.
Asimismo, la pandemia manifestó comportamientos erosivos para la vida social,
con persistentes señalamientos por la incorrecta colocación de mascarilla o las
reprimendas que la denominada “policía de balcón” vertía sobre los viandantes,
que nos recuerdan que el puritanismo, que no cesa en señalar al otro por sus
actos, es el gran mal que el protestantismo inoculó en las sociedades
capitalistas.
De un tiempo a esta parte, se puede afirmar que se ha instaurado ante nosotros
un sistema de control social sin precedentes en el presente siglo. Al tiempo
que la inmensa mayoría de la población se vacunaba -atenuaba el riesgo de
agravamiento y mortalidad por la enfermedad- se comenzaban a imponer las
medidas más restrictivas de la pandemia, mediante pasaportes o salvoconductos limitativos
para el ejercicio de la vida común. Es extraño cómo no se ha debatido sobre la
motivación de la medida y la finalidad a la qué sirve cuando, a todas luces,
sabemos que la vacuna no imposibilita la posibilidad de contraer el virus ni de
transmitirlo. Esta situación invita a analizar las siguientes cuestiones:
De un lado, resulta pertinente plantearse si con un 90% de la población
vacunada, el riesgo de muerte que conlleva sentarse en un bar a tomar una
cerveza es suficiente para exigir un pasaporte de vacunación. A este respecto,
si uno repara en comparar los datos actuales con los de hace un año puede
observar cómo la eficacia de las vacunas ha disminuido la presión hospitalaria
y ha provocado que el riesgo de mortalidad, actualmente, sea bajo.
De otro, debemos atender a que el criterio adoptado para instaurar este
mecanismo de control social es la alta contagiosidad de la variante Omicron. Si
es bien sabido que la vacuna no impide la contracción ni la transmisibilidad
del virus, con la lógica del criterio adoptado se podrían justificar
medidas restrictivas de modo ilimitado en el tiempo.
Se puede observar pues, que si las medidas están lejos de responder los datos y
criterios científicos, estamos antes un ejercicio de demostración de poder que
pretende señalar a aquellos que, en el ejercicio de su libertad, han decidido
no vacunarse.
Hasta ahora, la política había preservado un espacio de relación entre
gobernante y ciudadano que, a pesar de mostrar signos de deterioro, preservaba
la posibilidad de ejercicio de una libertad política que ayudaba a contener las
grietas que arrastraba la convivencia social. Sin embargo, con la instauración
del pasaporte Covid, la ruptura de la convivencia, mediante la distinción entre
buenos y malos ciudadanos, es clara, y el sistema liberal, en tanto que pervive
una pretensión indirecta de excluir a una parte de la población, comienza a
quebrantarse.
Al comienzo de la presente reflexión advertía sobre los cambios que en los
hábitos sociales provocan las grandes crisis. No puedo sino manifestar mi
disconformidad con las consecuencias que el señalamiento al otro y la exclusión
de la vida social de un parte de la población tienen para vida en común, en
tanto que se trata del desarrollo de unos hábitos perjudiciales para la
convivencia.
Joaquín
Fernández de Aguilar
22.12.2021.
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